Luego del altercado con el policía que cuidaba el parque,
quien cuando me vio entrar cámara en mano me detuvo, endilgándome ser un
fotógrafo que ofrecía mis servicios por dinero.
Pude —ya aclarado que lo mío era afición y no negocio— instalarme en un
lugar en donde a mi parecer, tendría una panorámica de ensueño, pues todo en derredor era una obra de arte.
Al poniente, un cielo radiante que suponía la antesala de un ocaso memorable, al oriente, un museo cuya fachada hacía dudar si entrar o detenerse a admirar en detalle, puertas, frisos, vitrales y esculturas. Al norte, sobrevolado por infinidad de aves, un jardín esplendoroso poblado de bancas y columnas de mármol, en cuyos lados había tallados versos y rostros en relieve de sus autores.
¡Ah! pero lo más espectacular era la calzada ancha y empedrada, que partía desde un arco y avanzaba como un cauce entre jacarandas, almendros y sauces, hasta llegar a una fuente asentada sobre un redondel, que se me antojaba un barco rodeado de sirenas navegando sobre un mar de flores, cuyo mástil comenzaba en la base y terminaba en un chorro de agua que hacía las veces de estandarte. Luego la calle continuaba, no sin antes compartirse en dos ramales, uno a la derecha y el otro hacia la izquierda.
Bañados del oro de la tarde, había niños que jugaban en las
áreas verdes, ancianos aferrados a un bastón como a la vida, uno que otro
solitario con la mirada perdida dilucidando algún afecto y hombres y mujeres,
jóvenes y viejos, como escapados de libros abiertos, enredados en inverosímiles
historias.
Y allí estaba yo.
Apasionado como era de mi oficio.
Embebido entre tanta belleza y sin saber por dónde comenzar. Instalé el trípode, aseguré la cámara y me
preparé para hacer las mejores tomas de mi vida. En eso estaba, cuando llamó mi atención una
pareja de la que me separaba un seto. Ambos
permanecían sentados frente a frente, entretejidas sus miradas por un hilo de
silencio. Me emocioné tanto, que
estructuré en mi mente un proyecto, un plan que llevaría a cabo con suma discreción:
haría una sesión sin que ellos se dieran cuenta e hilaría una historia asignando
a cada imagen un motivo. Eso me daría el
tema ideal para una exposición. Sería un
día fructífero. Una jornada formidable
3
El cuadro era sugerente y tierno. Al parecer aún no se habían comprometido. Quizás él ya le había declarado su amor y
esperaba una respuesta. Pensé en nombrar
cada captura para llevar un orden, por lo que anotaría en una libreta el texto
que describiera la emoción de ese instante.
Enfoqué y comencé con ella.
Tomé la primera fotografía y escribí lo que veía: borrando con su encanto el encanto de las flores. Y la segunda: entreabierto el clavel de su
boca. Y la otra: dispuesta para el
beso. Y una más: expuesta para el verso. Y en seguida: un corazón que arde de amor y
de esperanza...
Avanzaba la tarde, pero me sentía con deseos de
seguir. Pues estaba haciendo muy bien el
trabajo que he amado desde siempre. La
luz del día aún era propicia para continuar con la secuencia, tal vez hasta
lograría captar cuando se besaran por primera vez.
Era el turno de él.
Enfoqué y de igual manera, anoté un comentario antes de cada foto y comencé:
como esbozando su belleza. Y luego: confesión
su amor asido de sus manos. Y después: en
voz baja para no turbar la pureza del momento…
La motivación era intensa. Y aún faltaba captar su embeleso, su
nerviosismo, su semblante de ilusión.
De pronto, como el fragor de un vendaval que pasa, se
tornó en terrible desconcierto el regocijo.
Hubo conmoción en el ambiente, palideció la tarde, se esfumó la magia y casi
se detuvo el mundo cuando ella dijo…
— Que aburrido…tengo frío. ¡Llévame a mi casa!
Ya no hubo sirenas, el barco volvió a ser
fuente y los árboles, línea monótona a lo largo de la calle. Poco a poco el oro devaluado del ocaso, se
hizo simple claridad sobre cemento y pude sentir desvanecerse el esplendor de
cada imagen, deviniendo en deslucidos claroscuros de mazmorra.
Caía la noche cuando salí del parque, ni
siquiera volví a ver al policía que queriendo enmendar el incidente de la
entrada, me dijo con amable intención,
— Buenas noches, caballero.
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