Ese día se levantó muy temprano. Aún no comenzaba el bullicio de las calles y
él ya se bañaba. Era una ocasión
importante y lo ameritaba.
Meticuloso como era, eligió cada detalle de su
indumentaria, se peinó frente al espejo, dio brillo por enésima vez a los
zapatos y salió, como cosa extraña, con un rumbo predeterminado.
A las ocho en punto, estaba ya en la dirección que le
habían indicado, listo y dispuesto para la entrevista.
Mientras le preguntaba su nombre y el motivo de su visita, la recepcionista lo miró de pies a cabeza y eso le dio la sensación de que, aunque creía ir impecable, algo no andaba bien.
— Siéntese un momento por
favor, ya le van a atender.
— Gracias — respondió
mientras observaba a su alrededor.
El recinto era frío, descuidado, para nada acogedor. El mobiliario de anticuado diseño y desgastado barniz, sin llamativo. Había una lámpara en una esquina, pero estaba apagada. El logotipo de la empresa, acaparaba el espacio en el cual él hubiera colocado un cuadro, ya fuera la réplica de alguno famoso o uno de los que conservaba en su casa de su etapa de pintor.
Sonó el timbre estridente del teléfono, la recepcionista se
limitó a asentir con breves y guturales “ajá”, sustituyendo con esa expresión,
respuestas inteligibles. Solo una vez
negó con un sonido diferente. Eso lo
puso nervioso y ya comenzaba a especular cuando ella lo llamó por su nombre y
le pidió que la siguiera.
Fueron por un pasillo muy estrecho hasta llegar a una sala
pequeña, en donde había una mesa redonda, cuatro sillas y una ventana que daba
hacia lo que parecía ser un jardín, en el que no había flores.
De nuevo le pidió que se sentara y que esperara un
momento. Cuando ella salió, recorrió la
sala con una expresión de desagrado, solo que en esta ocasión no tuvo tiempo
para juzgar lo que veía, porque casi de inmediato, apareció con varias
hojas en la mano, una mujer alta, vestida con un traje azul y un pañuelo de
vivos colores anudado al cuello.
— Buen día señor…
Y revisó una libreta antes de llamarlo por su nombre, eso
le molestó, pero al ver que ella le tendía la mano, hizo lo mismo y dijo sin
pensar…
— Mucho gusto…
Una banal respuesta. Gusto por qué, sin ni la conocía. Odiaba esa expresión, pero se le había
escapado. Ella se presentó, según él, haciendo
énfasis en “licenciada”. Eso le molestó
aún más.
—Necesito que complete este formulario con sus datos y
responda las preguntas de las hojas adjuntas, tiene media hora y luego lo
entrevisto.
Y salió.
Iba a anotar la fecha, pero para cerciorarse, vio hacia un
calendario manual que colgaba de la pared.
Dudaba que estuviera correcto por lo descuidado del lugar, sin embargo,
recordó que ese día se cumplían cien años de la muerte de aquel caudillo que
tanto admiraba, mártir de una revuelta en el país y cuya historia lo había marcado
desde niño.
Esa era una de las tantas fechas importantes que hubiera
escrito sin dudar. Fechas que guardaba
en su memoria, que lo hacían suspirar o bien reír, o bien mirar hacia un
horizonte inexistente como arrobado por un sueño. ¡Ah! pero la del hoy le costaba tanto, la del
diario vivir no le interesaba para nada, porque sentía que lo ataba al vaivén
del mundo material, esnob y consumista que tanto detestaba. Decidido entonces, con un aire de grandeza, lejos
de solo escribir por requisito, sublimó la casilla con esa efeméride.
Nombre: era el siguiente espacio que debía llenar, pero se
detuvo y frunció el ceño. ¿Cuál de los
dos? ¿el que lo identificaba o el que
hubiera preferido?
Era el quinto hijo de su padre y el primero de su madre. Sin haber nacido, tenía un negro pasado y un
incierto porvenir y para colmo, ese nombre que a saber de dónde lo habían
sacado. Ese nombre renegado. Ese nombre de emergencia que llevaba desde
que tuvo que asumirlo.
“Tengo un nombre desgraciado para la celebridad” — dijo— parafraseando
a Gallegos cuando en una de sus novelas, describiera a un personaje que tenía
un nombre tan nefasto como el suyo.
Y luego, seguían las demás preguntas: Edad, estado civil,
domicilio, disponibilidad. Y un largo
etcétera.
Observó por largo tiempo el cuestionario, como dilucidando sus
respuestas y comenzó a garabatear más que a escribir.
De repente, sin decir nada, se levantó y se fue. Salió como empujado por el aire del ventilador
que, al regresar en su vaivén automático, botó al suelo la hoja que hacía unos
instantes intentara llenar con sus datos.
Y se pudo leer.
Nombre: Horrendo.
Desgraciado. Fatal.
Estado civil: Abandonado.
Sin opciones.
Edad: Muchos años de una vida miserable.
Domicilio: Un cuchitril maloliente.
Disponibilidad: Ninguna.
Por el momento tengo una vida que resolver.
Todos los demás espacios estaban en blanco.
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