Ese día muy temprano, lo llamaron de la Comisión Organizadora
de Juegos Florales, para hacerle saber que había resultado ganador en la rama
de cuento y que, de acuerdo a las bases del concurso, recibiría un premio en
efectivo, una presea, un pergamino y la invitación a participar en un congreso,
en el que tendría la oportunidad de codearse con escritores y poetas ganadores en
ediciones anteriores.
Durante los días previos a la premiación, se mentalizó para enfrentar las situaciones que estaba por vivir. Obsesivo como era, una y otra vez con paso firme, caminó hacia un proscenio imaginario, repitió lo que diría al recibir el reconocimiento, improvisó respuestas a preguntas que quizá le harían y frente a un espejo, refinó sus ademanes y hasta muy entrada la noche, profundizó en los temas que abordaría al conversar con sus ahora colegas. No dejó detalle sin considerar, de tal manera que cuando llegó la fecha señalada, estaba más que listo para asumir su nueva condición de literato.
Mucho antes de la hora estuvo allí. Vestido con un traje oscuro y sin poder disimular su emoción. Su lugar estaba reservado en la primera fila, hacia donde lo condujo una edecán cuya sonrisa a su parecer, iluminaba el teatro.
La ceremonia dio inicio, solemne y apegada a un protocolo
de impecable fluidez que evidenciaba la seriedad del evento. Uno a uno se sucedieron los puntos del
programa, los cuales aplaudía el público con una mezcla de entusiasmo y
sobriedad. Cuando llegó el momento
cumbre de la noche: la entrega de premios a los ganadores, él estaba en las
nubes. Realizado y feliz. Como inmerso en otro mundo, mundo del que lo
rescató la voz del maestro de ceremonias, al llamarlo por su nombre para
recibir el galardón. Y tal como lo había
ensayado, caminó en medio de aplausos hacia el escenario. Donde después de leer su breve biografía y
una apreciación del trabajo presentado, el presidente de la Comisión procedió a
entregarle la presea, el pergamino y el premio en efectivo, lo que desató la
ovación de los presentes que se pusieron de pie.
Finalizado el acto y al atravesar la platea para salir, le sorprendió
el saludo y la felicitación de personas que jamás había visto, el trato deferente
de las autoridades de la ciudad y la sonrisa luminosa de la edecán, que le entregó
la invitación para asistir al Congreso de Escritores.
Ya en el hotel, abrazado a sus lauros como quien se aferra
a la vida, se dejó caer de espaldas en la cama.
Y evocando anonadado cada instante de esa noche —punto culminante de sus
sueños literarios— se quedó dormido.
Al día siguiente, ubicado en el lugar en donde se llevaría
a cabo la reunión, se sintió como un pez que de una pecera hubiera caído al
océano. Estaba entusiasmado y ansioso
por aprender de la experiencia y calidad de los participantes. Pues reconocía en ese ambiente intelectual,
el nivel que correspondía a sus elevados anhelos. Afortunadamente y para aplacar su impaciencia,
la actividad dio inicio a la hora indicada.
El designado para abrir el foro pasó al frente y comenzó
diciendo,
— Respetables literatos, distinguidos poetas...
Fue inevitable que su aspecto estrafalario le llamara la
atención. Vestía un pantalón naranja con
tirantes negros, camisa a cuadros, el pelo encrespado y los zapatos sin
lustrar. Su discurso que bien pudo
omitirse, abarcó temas baladíes. Ponderó
fechas intrascendentes y abogó por una nueva escuela literaria que promoviera
el uso de un lenguaje inclusivo y pluricultural… Ya en la planicie de su
euforia y después de redundar unos minutos, concluyó diciendo.
— Doy, pues, por inaugurado este congreso, felicitando a
los triunfadores y recordándoles que nosotros los escritores, somos llamados a semantizar consciencias, para que
nuestra obra quede como un legado cultural para las generaciones venideras. Gracias por su atención. Dejo con ustedes, al insigne ganador del año
pasado.
Todo mundo aplaudió mientras el aludido pasaba
adelante. Ahogada entre los aplausos,
del fondo de la sala se oyó la voz de alguien que dijo,
—Bien dicho maestro, hablaste poco, pero aseado.
Acto seguido, López Gil, el orador en turno, de aspecto
arrogante y afectada erudición, después de perorar brevemente, sucumbió ante la
tentación de lo que era predecible; hablar de sí mismo.
—Yo, por ejemplo —dijo— estoy escribiendo una novela que he
titulado:
“El asesinato de un
novel”
Y mostró un legajo en cuya portada se leía el título indicado
y calló, como esperando la corrección que nunca llegó, a la uve del nombre de
su libro. Sonrió con ironía y continuó.
—Comprendo su estupor estimados, pero no me refiero a la
muerte de ningún ganador del Nobel —y sonrió de nuevo, aunque esta vez con oscura
intención—, más bien a la muerte prematura del que sin serlo, se cree un
escritor.
— ¡Tal vez sea la crónica de tu muerte anunciada! —le gritó
el mismo que adulara al anterior.
Todos rieron de buena gana con complicidad de jauría. Y a partir de allí se rompió el orden de la
reunión, pues de congreso pasó a ser una tertulia, en la que todos, desinteresados
en asumir un tema serio, hablaron entre sí de sus proyectos en proceso,
exaltando la virtud de sus estilos, la excentricidad de sus conceptos, hasta
terminar presumiendo sus vicios, su misoginia, su humor ácido, su sarcasmo y
todo cuanto rebanaban del carácter de escritores de renombre en su mayoría, ya
muertos.
Al final y antes de repartirse uno que otro a dormir y los
demás a visitar la zona roja de la ciudad, López Gil, hablándole directamente
al recién galardonado, dijo,
—Por cierto, amigo ganador, le aconsejo sea breve en sus
escritos, hable poco y diga más, no rebusque el léxico, sea llano, directo, en
esta época ya casi no hay tiempo para leer.
No se duerma escribiendo sus historias, porque tenga por seguro que
dormirá a sus lectores, si es que algún día los llega a tener.
Mejor le hubiera dado una puñalada, mejor le hubiera
insultado a su madre.
Sin responder ni despedirse, salió de aquel lugar y luego
del hotel en donde se hospedaba, para emprender el viaje hacia su casa, como
arrastrando el premio obtenido, como avergonzado de su nombre, sintiéndose
miserable y con mucho asco por el cheque que llevaba entre la billetera.
3
Los días que siguieron
fueron de una horrible soledad. Sentía
aversión por sus escritos, los veía como hijos no deseados y los muchos
proyectos que un día tuvo en mente, como ocurrentes y vanos. Sin embargo, seguía escribiendo. O más bien buscando como hacerlo en la medida
justa. Su disyuntiva era, si breve o
extenso. Las palabras del arrogante
sonaban en su cabeza como repiques de una campana enorme de la cual él era el
badajo. Así que se obstinó en reducir lo
que ya había terminado, con lo que solo consiguió mutilar cada relato, hasta
dejarlo como un texto simple y sin sentido.
Empobrecido y hambriento, abrigó esperanzas cuando supo que
el cuento más corto que se había escrito, tenía solo siete palabras, entonces se
propuso hacer muchos así de breves para sobrevivir. Saldría a pararse a las esquinas y mientras
el semáforo estuviera en rojo, él contaría alguna historia a los
automovilistas, eso lo capitalizaría para seguir escribiendo. Y así lo hizo, pero por falta de experiencia
y exceso de ansiedad, abundó en pormenores y descoloridos personajes, de tal
manera que mucho antes de llegar al final, ya el semáforo había dado vía y se
quedaba a media calle con la mano extendida y con inmensas ganas de morir.
Un día, arrumbado en la banca de un parque, a punto de abandonar
su sueño para siempre, llegó a sentarse junto a él un indigente, con quien sin
quererlo entabló conversación. Qué
desahogo sintió al confesarle con detalles, el efecto nefasto que las palabras de
López Gil le habían causado y el atasco creativo en el que se hallaba, por la
frustración de no saber dar la extensión ideal a lo que hacía. El viejo que lo había escuchado sin decir
nada, asintió con la cabeza, exhalando al mismo tiempo su aliento aguardentoso
y después de mirarlo fijamente, le dijo.
—Has sido explícito en lo que me has confiado y he comprendido
tu situación. Que si breve, que si
extenso, no te debe preocupar. Esas son
presunciones del oficio. Para breve la
vida, para extenso lo eterno, que lo cuentes bien, es lo que cuenta.
Y así como llegó, así también se fue, paso a paso, como
aprendiendo a caminar a sus sesenta y tantos, aquel desconocido que le había
dado la lección más hermosa de su vida.
3
Harto de tener hambre, harto de sentir frío, harto de la
soledad y de la vida, sintiendo que la suya era tan solo una triste historia de
harte; aventó por los aires los papeles en los que yacía mutilada toda su obra
y riendo a carcajadas como un loco, se dejó caer de espaldas en la cama, quizá
para morir durante la noche, quizá para nacer de sus cenizas al día siguiente, emancipado
y dispuesto a escribir lo que quisiera, como a él le diera la gana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario