Muy de mañana se levantó y mas que otros días, el dolor de la
espalda le hizo sentir el agobio de todos sus años.
Le pesaban los pies.
Le dolían los huesos.
Y el alma, hontanar aquel de donde un día le manaran sueños
y un ambicioso proyecto de vida, yacía en él —más que cansada— doblegada por el
entorno banal en el que subsistía.
Aun así, se acicaló y se vistió, como preparándose para acudir a un evento importante. Porque según decía, amanecer vivo lo obligaba a vivir. A entregarse pleno. A insistir en aquella estrategia con la que burlaba a la muerte, que consistía en retomar sus tareas pendientes, iniciar algo nuevo y dejarlo inconcluso para tener el pretexto de volverse a despertar.
Salió a la calle y entre vivaces pensamientos y un lento caminar, tras muchos pasos, se detuvo frente a una puerta de entallados primorosos, sobre cuyo dintel había un rótulo que en letras góticas decía: “Ábrete sésamo”. La idea de ver en la entrada un halo de misterio, lo hizo detenerse, solemne como siempre, antes de meter la llave en la cerradura.
Atravesar ese umbral, lejos de ser una simple rutina, era un
ritual cuasi místico que le devolvía el vigor y le permitía el acceso a un
mundo atemporal, en el que podía convivir con lo que amaba, con sus anhelos de juventud
y sus más bellos recuerdos de infancia.
Cuántas veces habían pasado también por allí sus amigos,
con el brillo del amor en el semblante o la sombra del desamor en la mirada: Octavio
el poeta, Alejandro el que filosofaba, Nuria la que hacía hablar su guitarra con
música de Albéniz, Segovia o de Rodrigo; Benavente el artista inseguro, a quien
no había manera de convencer de su de su envidiable talento, cuando al dejar de
soñar, desistía de luchar por ser alguien en la vida. Gracián, Ana Rosa, Perfecto y tantos otros
que dejaron el eco de su pasión impregnado en las paredes, suspendido en el
ambiente o vibrando en cada esquina y rincón de aquella sala, cuyas anécdotas,
historias y confidencias cobraban vigencia al abrirse la puerta, como por
efecto de una frase mágica que solo él conocía.
Un santo y seña con el que podía dar vida a aquel mundo en el que se
refugiaba.
Empecinado en seguir ejerciendo oficios extintos, entre
silencios y enseres caducos, más parecía administrar un museo que atender un
negocio. Los servicios que ofrecía, estaban
listados en una pizarra que colgaba en la entrada: caligrafía, restauración de
libros, venta de antigüedades, elaboración de esquelas, tarjetas para toda
ocasión y cartas de amor. “Todo, hecho a
mano”, enfatizaba para afirmar que su trabajo era especial. Y como para él todo objeto que tocaba guardaba
una historia, antes de iniciar el trabajo, dedicaba el tiempo necesario para
percibirla, para descifrar la razón del deterioro, del descuido o del mal uso que
otras manos le habían dado. Luego se sumergía
en el proceso laborioso que cada objeto le demandaba.
3
Cierto día se levantó y como siempre, enfiló hacia el
local. Mientras daba vuelta a la llave, miró
hacia el rótulo de la entrada y lo leyó en voz alta.
—¡Ábrete sésamo!
Y la puerta se abrió.
Esta vez su semblante lucía distinto. Su paso seguro y extraña la respiración. Se detuvo en la entrada, observó con pesar la
lista de la pizarra y suspiró.
Hacía tanto tiempo que no ejercía esos oficios. La caligrafía por arcaica o porque el temblor
de las manos le impedía hacer trazos continuos y firmes. Con los libros le pasaba algo peor, pues al
recibirlos para restaurar, los confundía con los suyos y luego no sabía en cuál
debía trabajar. Por fortuna en la
mayoría de los casos, no volvían por ellos. Con las antigüedades la pugna era
mayor, porque conociendo el valor de cada objeto, hoy les asignaba un precio y
mañana, una razón sentimental para no venderlas.
Por eso decidió concluir las tareas que tenía a medias y poner
así punto final a la estrategia. Ya porque
el mundo tenía por obsoletos sus servicios o porque el obsoleto era él.
Cayendo el sol se puso de pie, miró por última vez su mundo
de toda una vida y salió llevándose consigo el eco de la pasión de sus amigos y
el santo y seña que solo él conocía. Echó
llave a la puerta y se fue.
Esa noche dormiría como nunca. Ya sin la obligación de despertar.
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